Silleteros urbanos tienen su historia
Cuando todos duermen, ellos están en plena actividad. Primero las observan, luego preguntan por el precio, y después se deciden. Algunos tienen sus puntos de compra, o sus amigos, y sólo con esos hacen negocios. Es rápido, como si el tiempo a las cuatro de la mañana no fuese lo suficientemente lento.
Ángela Correa Aramburo - Mónica Quintero Restrepo - Medellín Publicado el 30 de julio de 2008
Corren, van de un lado para otro, conversan poco, compran aquí, miran allá, llevan al carro, unen con las flores que trajeron desde su casa y que cultivaron en su jardín. Y van rápido, porque se pueden quedar sin girasoles, sin agapantos, o así sucesivamente. Corren porque el tiempo, para los que madrugan, sí pasa rápido.
En la Placita de Flores, para la nueva generación de silleteros, los urbanos, las cinco de la mañana son el punto de quiebre de un duro día de trabajo.
Aníbal y su hijo Juan David disponen sus carretas, con la misma curia del que organiza una vitrina y empiezan una rítmica caminata que acompasan con el cambio de luz que produce el amanecer.
Entretanto, Lucía Atehortúa acomoda las flores en el primero de la larga fila de colectivos que rodean la Placita. Su vitrina está organizada con la misma curia, pero a diferencia de la de Aníbal, no se mueve. A ella la esperan todas esas personas que quieren una flor, para los que ya no están.
Lucía viene de una familia de silleteros. Sabe de lo dulce de los premios, como cuando en 1980 fue declarada ganadora absoluta en el Desfile de Silleteros, y también de lo dulce que puede ser la esperanza de volver a repetirlo. Por eso, en los días restantes del año, en los que no desfila, además de vender flores, como toda buena silletera, dibuja en su mente el próximo tema de su silleta.
Al igual que ella, Aníbal y su hijo, venden flores. Ellos no son silleteros de los que desfilan el 7 de agosto o de los que representan a Colombia en Nueva York. Son silleteros anónimos, pertenecen a la tradición de los que solo venden flores. Sin embargo, Juan David, el más pequeño de los Agudelo, encuentra en las flores una manera de acercarse a la academia y de proyectar su futuro, y aunque no piensa abandonarlas, sabe que a ellas además tendrá que agradecerles su diploma de ingeniero químico.
Pareciera que el encanto de las flores fuera una especie de sortilegio. No importa el paso del tiempo, ni que las costumbres, las formas de vestir o el pensamiento cambien. La esencia del silletero se mantiene, su amor por las flores, su magia, la manera como las tratan, el conocimiento, la forma de venderlas, de hacerlas suyas, de convivir con ellas.
Pese al tiempo, el pasado pesa. No importa si se desfila o no. Vivir de las flores es de cierta manera, o casi de toda manera, ser silletero de cuerpo, alma y corazón.
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